Ni una menos en la economía

9 junio, 2017

Economía feminista y justicia social

Por Lucía Cirmi Obón

Economista UBA-ISS.

Este último 3 de junio el pueblo argentino salió a las calles para pedir nuevamente por una sociedad menos patriarcal. Eso significa una sociedad con menos estereotipos de género, que nos afectan a todos, pero que principalmente ponen a la mujer en un lugar residual o de objeto, teniendo su expresión más extrema en los femicidios.

Un ámbito crucial en donde estos estereotipos se ponen en juego es el de la economía. Históricamente estudiada y explicada por una mayoría de hombres, la ciencia económica asumió a las mujeres como responsables naturales del cuidado del hogar, una tarea que se considera “no económica”. Partiendo de este punto, la economía tradicional evadió problematizar sobre esa esfera.  Asumió que el hogar era una unidad homogénea de consumo y distribución de recursos. Asumió que la producción solo ocurría en el mercado y que el trabajo de cuidado del hogar no tenía valor. Por último, asumió, por acción o por omisión, que todo lo que pasaba en el mercado afectaba a mujeres y hombres por igual.

La economía feminista, que ya lleva más de 50 años de desarrollo, da por tierra con todos los supuestos mencionados. Le dice a todo el resto de los economistas “muchachos, se están perdiendo una parte de la película”. Mientras que la economía tradicional (ortodoxa y heterodoxa, de derecha o de izquierda) mira sólo el área de la producción, la economía feminista plantea que en realidad deberíamos estar estudiando un área mucho más grande que es la reproducción social. La reproducción social incluye la producción que se da en el mercado, pero también incluye todas las otras tareas que ocurren afuera, ya sea en el hogar o en la comunidad, con el objetivo de generar bienestar y reproducirnos. Así, el cuidado no es una responsabilidad naturalmente femenina sino un trabajo fundamental que, por los estereotipos de género, nos sigue siendo asignado a nosotras, estemos o no estemos participando en el mercado de trabajo.

Aplicando esta mirada de género sobre distintos asuntos de la economía, se estudia, por ejemplo, la distribución desigual de los ingresos entre las parejas, hacia dentro de los hogares, lo que se define como la “segunda línea” de pobreza. También se observa cómo las actividades relacionadas al cuidado están en general peor pagas o se analiza cómo los estereotipos producen y reproducen una brecha en los salarios de hombres y mujeres.

Entrelazada a la justicia social

Las nociones y objetivos de la economía feminista están orgánicamente ligados al concepto de justicia social, mucho más que otras escuelas de pensamiento. Al ampliar el objeto de estudio a la reproducción social, se hace visible y evidente el impacto de las políticas económicas en los distintos aspectos del bienestar de las personas. Mientras que para la economía neoclásica el bienestar de la población es simplemente una consecuencia del crecimiento económico, para la economía feminista lograr el bienestar, a través de una mejor distribución, tiene que ser el objetivo principal de la política económica.

Mujeres y ajuste

La diferencia de perspectivas se ve claramente en la forma que ambas corrientes analizan los impactos de un “ajuste”. Para los economistas neoclásicos, un ajuste del gasto público ordena el mercado para ser más eficiente y atraer inversiones. En cambio, para la economía feminista, un ajuste del gasto público significa un recorte de las provisiones sociales que, al no ser otorgadas por el Estado, terminan siendo compensadas en el hogar. Por ejemplo, si no hay camas en el hospital, el enfermo termina siendo cuidado por alguien de la familia, en la casa. Si no hay clases para los chicos, alguien tiene quedarse cuidándolos en el hogar. El problema es que ese alguien es, por todo lo que dijimos antes, una mujer. Entonces, para las economistas feministas, el ajuste del Estado se traduce en un aumento de las tareas a realizar por las mujeres en el hogar. El Estado “descansa” en ellas, comprometiendo su calidad de vida y consecuentemente la reproducción social. ¿De eficiente? Nada.

En el mismo sentido, pero ante la situación contraria, la inversión en programas sociales y la instalación de políticas laborales igualitarias tienen vínculos estrechos con la mejora en la distribución del ingreso en términos de género y consecuentemente de la sociedad en general. Por ejemplo, una discusión vigente dentro de esta escuela es cuál es el efecto que han tenido los programas de transferencia condicionada, originarios de los gobiernos latinoamericanos de la última década y hoy replicados por todo el mundo. Las investigaciones realizadas muestran un consenso en torno a que programas como la Asignación Universal por Hijo o el Bolsa Familia mejoraron los ingresos de las mujeres, empoderándolas dentro y fuera del hogar, al tiempo que aportaron a mejorar la distribución del ingreso a nivel país. Lo mismo se observa con la inclusión previsional.

Sin embargo, también dentro de la economía feminista, se ha planteado que, al priorizar el pago a las mujeres en los programas sociales, se ha reforzado la idea de que ellas son las encargadas de cuidar. Para otras, como quien escribe, estos diseños de programa fueron la respuesta a décadas de seguridad social basada en la idea de un jefe de hogar hombre, cosa que no impide que paralelamente deban discutirse los roles de cuidado entre toda la sociedad (y no sólo exigírselo a los de menores ingresos).

Estos y muchos otros debates se dan en el marco de una disciplina que invita a cuestionar lo establecido desde un nuevo lente: el feminista. Un lente feminista que, al enfocarse en la calidad de vida, le pone a la ciencia económica los pies sobre la tierra y le devuelve a la gente (¡y a las mujeres!) el derecho a opinar de ella.

 

 

 


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